No hay día feliz sin su sonrisa y no existe preocupación mayor que su llanto. Ellos pueden fácilmente virar nuestro mundo al revés y paralizar cualquier trabajo por muy importante que sea.
Para un niño la imaginación será siempre una puerta abierta. Se prueban como doctores sin haber cursado estudios universitarios, se transforman en maestros, cocineros, artistas o imitan a mamá y papá.
Su felicidad es plena cuando se disfrazan o cuando le cantan una canción a un muñeco, o cuando creen fervientemente que sus garabatos en el papel es símbolo del sol, un perro o una casa.
El desvelo es un estado constante, con pinceladas de sobresalto. Para ellos, el orden es una utopía, pues nunca dejan de sorprender sus travesuras con juguetes, crayolas y cuantos objetos estén a su alcance.
El arte redimensionado es su especialidad. Cantan y bailan a conveniencia y exigen aplausos, sin importar preferencia. La pintura mural es otro talento, al exponer sus dibujos de sueños, preferentemente en las paredes de casa.
Cien veces los regaña y no se enteran, el nombre tampoco se gasta, es un hecho. Las respuestas ingeniosas y malabares paternos se conjugan diariamente para no perder la cordura y dar riendas sueltas a ese mundo de quimera, visibles en ese universo de sueños y fantasías.
Estos pequeños detalles son la felicidad para un niño. Vivir esas experiencias, compartir con ellos ese mundo del que alguna vez fuimos parte, hace florecer el corazón, revivir el alma.
Tener garantizados sus derechos a la vida, la supervivencia y el desarrollo, el respeto por su opinión y la no discriminación, son bondades que una Cuba regala a sus niños, quienes son maestros que vienen a enseñarnos con sus acciones y emociones; son una guía para nuestro despertar.