No hay cima conquistada sin las huellas de su obra en la escalada. No hay gloria escrita sin el sudor de su esfuerzo. No hay sitio en la historia y en la vida donde falte la mujer cubana.
¿Qué decir de aquellas de tantas historias? Mariana Grajales empinó a sus hijos para que cumplieran con la Patria, sin tiempo para derramar lágrimas; María Cabrales se fue con Antonio Maceo a la manigua redentora y Vilma Espín desafió la clandestinidad y la Sierra por un enero de victorias.
Tantos nombres que se pierden en las memorias como el de Inocencia Araujo, rompiendo la maleza para avisarles al Generalísimo y a Martí que los españoles iban sobre ellos en Arroyo Hondo.
Morir por la Patria unió a hombres y mujeres de todas las razas en la misma hoguera del sacrificio colectivo. Manos de mujer lo mismo cosieron una herida y aportan hoy sabiduría en laboratorios científicos. Nadie puede negarles su empoderamiento.
Orgullosas y decididas salen en madrugadas bien frías a los campos cañeros o al surco en busca de labor y economía; van a las escuelas con la cartilla del saber, o suben a un escenario para cantar La Guantanamera o Cuba que linda es Cuba.
Hay mujeres anónimas y silenciosas que no aparecen en períodicos o revistas, porque son hacedoras cotidianas, poetas del trabajo y del amor, las que en los días duros y de carencias animan con la risa y el optimismo.
Hay mujeres que avivan el orgullo fuera de fronteras, esas que parten a lejanas tierras armadas con un farol para entregar luz a los rincones oscuros, o unas manos para aliviar dolores por tantos siglos demorados, las que dijeron: “aquí estoy en tiempos de pandemia”.
Porque sin la mujer la vida es un minuto largo, sin lluvia y sin estrella, sin ella el corazón no late con ricas y heróicas historias.