Aquel 5 de agosto ganó Fidel, ganó el pueblo, ganó Cuba.
Ese día, hombres y mujeres, con su Comandante en Jefe al frente como tantas veces, aplastaron los apátridas sin disparar un tiro; las ideas y principios de una Cuba revolucionaria abortaron una baja protesta oportunista ocurrida en la capital.
En aquel memorable agosto de 1994, una turba, astutamente manipulada, se lanzó a las calles con la pretensión de un baño de sangre, soñado por muchos buitres para intervenir la Isla. En aquel memorable 5 de agosto, se lanzaron a romper vidrieras, a apedrear a la Policía, a saquear comercios, mientras otros filmaban la escena para mostrar al mundo una muchedumbre que protestaba contra el Gobierno.
Pero la intentona fraguada entre brasas de odio y oportunismo por la camarilla reaccionaria del norte revuelto y brutal, ante la desaparición del campo socialista, no tuvo efectividad en su guión. No se pudo poner fin a la Revolución cubana aquel 5 de agosto.
La revuelta fue controlada en poco tiempo y el caos experimentó una metamorfosis inmediata. Fidel llegó en el momento más peligroso, silenciando a los peones pagados y al lumpen, sin chaleco antibalas, con su único escudo: el traje verde olivo.
De pronto las piedras se esfumaron y las gargantas se colmaron de una palabra: ¡Fidel! ¡Fidel! Sin más armas que sus ideas, los disturbios se disolvieron como agua en sal a orillas del Malecón, como señaló el intelectual cubano Roberto Fernández Retamar. Fue la gran victoria del pueblo en honor a la fidelidad a la Patria.