¿Qué pudiera escribir sobre el Día del Estudiante, cuando hace más de 25 años salí de un aula? Me pregunto hoy. Pero, aceptando el compromiso con la pluma y la palabra, apelo a la remembranza.
Y aquí estoy, reconstruyendo 18 años de estudios. Recuerdo mis primeros días de clases, el olor de la libreta nueva, la pañoleta casi siempre mal anudada, el almidón de la falda escolar en los inicios, la torcedura de los tirantes en la saya del uniforme, las motonetas que acomodaban el cabello, la premura de la merienda en horario cuando venía corriendo a casa.
Recuerdo también aquellas vidas que crecieron en pupitres, de aquellos papelitos que intercambiamos a escondidas para ayudarnos en los exámenes, o de enviar en un mensaje escueto el sí o no cuando recibíamos en aquel entonces la propuesta de amor en años de infancia.
Como estudiante siempre fui puntualista, de las que tuvo en tiempo la tarea, de las que se preparó para la clase demostrativa, para el seminario.
Nunca olvido como gustaba llegar más temprano que el profesor, de las que prefería la escuela ante una dolencia o malestar que justificaba quedarme en casa, de las que renegaba sumarse al grupo cuando decidían fugarse en masa de las clases.
Recuerdo con agradecimiento perpetuo los maestros que me enseñaron a leer, a escribir, de quienes me enseñaron a sumar, restar, multiplicar, dividir; a saber de geometría, de quienes me abrieron las puertas al conocimiento.
Recuerdo cuando ya dejaba de ser niña y empezaba a sentirme mayorcita para cumplir con la escuela al campo, donde tuve mi primer encuentro cercano con la cosecha de café, una letrina, una hamaca y hasta una fogata para amenizar la nocturnidad ante la falta de electrificación.
Luego vinieron los años del pre-universitario en los Bungos, etapa de hacer los mejores amigos, de esos que ahora reafirman la hermandad desde diferentes geografías, de esos compañeros de aula que resistimos los cursos en aquellas becas cultivadas con estudio y trabajo, y preparábamos los matutinos como si fueran obras dignas del mejor teatro.
Eran los tiempos de cantar a Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, de bailar con los Van Van o escuchar con hondo patriotismo a Sara González para recordar “A los héroes…”, para seguir viviendo en paz.
Una estudiante grande
Llegó la Universidad y nos hicimos hombres y mujeres, gente grande, con la esperanza de alcanzar el sueño anhelado, de asegurar el futuro. Todavía recuerdo exponiendo mi investigación sobre las “Motivaciones del espectador cinematográfico en Santiago de Cuba, de como mi madre, que en gloria esté, me acompañó en aquel decisivo momento.
Días después cuando toda la etapa de estudiantequedaba atrás, festejábamos los años de esfuerzo, cuando recibimos en graduación solemne y festiva el Diploma de Licenciada en Periodismo. Más tarde, nos dimos cuenta de un extraño vacío.
A partir de entonces no habrían más septiembres, carpetas repletas, libros y libretas por forrar, autoestudios obligados, Día internacional del estudiante donde compartíamos las alegrías y los reveses, donde celebrabamos la suerte que no tuvieron aquellos muchachos en Praga, a los que el facismo asesinó o envió a campos de concentración por exigir lo merecido.
Por eso hoy, me suenan lejanos los timbres de las escuelas, el cuchicheo de los alumnos, el chillido de las sillas, el coro de los buenos días.
Por eso hoy, confieso que quisiera estar sentada nuevamente en algún pupitre para defender aún más el país en el que camino; para sumarme hasta lo más profundo a sus quehaceres revolucionarios. ¿Qué otra cosa entraña ser estudiante en Cuba?