Perucho Figueredo, el poeta que se convirtió en soldado, el revolucionario que se convirtió en héroe, nos deja un legado de libertad y patriotismo que no se apaga. Su himno, su vida, su muerte es canto a la soberanía e independencia que resuenan en el alma de cada cubano.
Más allá de la entonación inspiradora que define al hijo del Bayamo legendario, la grandeza del prócer, del Mayor General del Ejército Libertador, en su hora final, trascienden Santiago de Cuba, donde murió de pie, digno, a sabiendas…”que morir por la Patria es vivir”.
Y es que el himno compuesto por Perucho Figueredo no es más que eso: cubanía, rebeldía patriótica, llamado al combate.
El acaudalado independentista, enemigo de la corona, estuvo entre los primeros conspiradores que se unió a Carlos Manuel de Céspedes para marchar con él a la gloria o al cadalso. Fue uno de los primeros en prender fuego a su casa, ante la inminente caída de Bayamo en manos españolas.
La manigua le acoge con firmeza libertaria, con hidalguía, con honor de patriota; más no pudo disfrutar la obra redentora que había imaginado, pues una implacable persecución hizo posible su captura con una enfermedad de tifus a cuesta.
Su estado de salud, acentuado también por la semi inmovilidad que le causaban las úlceras de sus pies no se tuvo en cuenta y en esas condiciones fue hecho prisionero y conducido a Santiago de Cuba.
Fue en la ciudad más caribeña, donde se ejecutó su pena de muerte, sin claudicar, sin mancillar la honra del ilustre bayamés, quien no negoció su condena.
Sus restos fueron depositados en una fosa común, en un lugar desconocido, pero en el cementerio de Santa Ifigenia de Santiago de Cuba, se le venera simbólicamente en el monumento a los mártires independentistas.
Pero el mejor homenaje a tan insigne revolucionario se le hace todos los días, cuando un niño cubano, un joven, hombre o mujer de esta Isla, entonan con devoción las bellas y patrióticas letras de su himno de combate.