Una explosión de espantosa fuerza expansiva estremeció a la bahía de La Habana aquella tarde del 4 de marzo, cuando la Revolución embrionaria iluminaba al pueblo, dejando una nube sombría que manchaba de negro el esplendor del día.
La brisa marinera olía a sangre, a pura sangre obrera y rebelde, de hombres portuarios y soldados cubanos que descargaban armamentos y municiones destinados a la defensa del país. El azul de la bahía hervía por la maldad de la sed filibustera del norte revuelto y brutal.
El dolor y la tristeza se multiplicaba en cada pecho habanero, agradecido por el camino esperanzador del enero victorioso recién emprendido, porque en ese acto de sabotaje, Cuba perdía un centenar de muertos y 200 heridos.
Con el horrendo crimen se intentaba que la Isla no se armara contra el enemigo fiero, para debilitar una nación que decidió defender su destino, que no se dejaría arrebatar la pasión de ser libres antes que ser esclavos de nadie.
En los labios de los patriotas se reflejaba la ira de un pueblo, la voluntad de continuar la lucha contra los planes terroristas y de guerra económica que hasta ahora no han cambiado de color, se palpaba en esa masa insurreccional los ideales a defender para asegurar la libertad, la paz, la independencia, la igualdad, la justicia.
Pese el día luctuoso, Fidel miraba al futuro con su atinada visión, porque arsenales habían suficientes para hacer más firme y valiosa la obra revolucionaria, para ensanchar los sueños de Martí y hacer realidad la Patria con todos y para el bien de todos.
A 64 años de la explosión del vapor La Coubre, el dolor es arma de ideales, y la sangre derramada en aquella rada habanera es aguijón de corazones en una generación que recuerda el abominable hecho y promete lealtad de Patria o Muerte.