Máximo Gómez, dominicano de nacimiento y cubano de corazón, es de esos hijos adoptivos de la Patria que su impronta nunca perece, porque es el Generalísimo, el faro y guía que nos acompaña en todos los tiempos.
Quienes le conocieron lo describían de apuesta figura, erecto, delgado, ágil, elegante. Tenía trigueña la faz, finos los labios, los ojos negros, sedoso el cabello. Mirada viva, penetrante. Muy medido al hablar.
Vestía muy sencillo. Al cinto, el machete curvo, que perteneció a Martí y un revólver con cabo de nácar. No usaba distintivo militar, sus únicas insignias eran el escudo nacional y una estrella de cinco puntas, al lado izquierdo del pecho.
Sin embargo, en la memoria de la gran mayoría de los cubanos, es para siempre el viejo General de cabellos y barbas blancas, copioso bigote, esbelto sobre su corcel, que aportó a la Independencia de Cuba su brazo y su machete, su genio militar y su coraje.
Máximo Gómez es realmente un paradigma del servicio a la nación, al pueblo, fue el combatiente internacionalista, hombre que cuando llegó a Cuba, a esta minúscula Isla, lo hizo por sentido de humanidad.
Guerrillero audaz, soldado austero… el mejor de América, jefe exigente, con valor a toda prueba, duro en la batalla. No fue un hombre de estudios pero escribía con soltura. De pura nobleza y entrega incondicional, de pensamiento claro y clave. Grandeza humana. Amado por los agradecidos.
Su valentía, disciplina férrea, concepciones organizativas eran de vanguardia, llevándolo a la celebridad durante 30 años en los campos de Cuba para alcanzar el rango de General.
Que inmenso este hombre que Cuba no olvida transcurridos 119 años de su partida física, considerado el mejor estratega militar de la segunda mitad del siglo XIX, maestro de la guerra que enseñó a pelear a los cubanos. Hoy su ejemplo perdura como faro y guía que nos acompaña en todos los tiempos.