Se aproxima el 22 de diciembre y no hay mejor fecha para evocar a los educadores con agradecimiento y respeto, a esos hombres y mujeres que, tiza en mano, guían al joven relevo entre fórmulas, ecuaciones, hechos de la historia, reflejos de la realidad literaria, trillados caminos de la gramática y la vida diaria.
Las imágenes brotan en aulas y pasillos, como prueba de una generación comprometida con la pedagogía que desde un pupitre o juegos de niños, soñaron con educar, con asumir voz de padres para instruir o formar alumnos y verlos triunfar como profesionales de incalculable valor.
Porque educar no es sólo dar la mano a los alumnos, o llenarles la mochila de conocimientos para el presente y el futuro, es también montarlos en el tren de los sueños individuales y colectivos con deseos permanentes de superación, entendida como pasión por el trabajo, la historia y el país.
Conocer a los discípulos y su evolución personal, proponerles metas, transmitir optimismo, buen ánimo en momentos difíciles, alegrías, consejos ante dudas, intercambiar experiencias, es deber sagrado del maestro durante su vida frente al magisterio.
Estar al día en casi todo, leer, estudiar, compartir vivencias, establecer vínculos de familia, debatir con cultura política temas actuales, organizar actividades extraclases y hasta ofrecer ese abrazo alentador es indispensable en esa vocación de educar.
Por todas esas cualidades esenciales de la pedagogía cubana, que aportan el brillo agradecido en los ojos de los alumnos, las relación estudiante-profesor se convierte en amistad duradera, brotando del corazón el agradecimiento y hasta el orgullo por un ejército que siembra valores y sentimientos, que busca lo bueno que puede estar en el alma.
Porque poner el cuerpo y la instrucción en el aula, es trabajo del maestro para producir en el alumno amor y estima por el conocimiento.
